sábado, 19 de agosto de 2017

SUBIR AL MONTE DE LA SALVACION


HOMILIA DEL XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el Señor:

            Con harta frecuencia, el egoísmo aparece en nuestra vida. El egoísmo es una fuerza que no nos deja salir de nosotros mismos; que nos impide ver que fuera de nosotros hay más personas que viven, que nos interpelan, etc. El egoísmo nos llena de soberbia, nos llena de nosotros mismos y hace imposible cualquier tipo de apertura a nada que provenga del exterior. Así es, en síntesis, el egoísmo en la vida puramente humana.

            También ocurre algo parecido en la vida espiritual. Puede ocurrir que nos sintamos tan privilegiados por tener fe y tan seguros de contar con el amor de Dios que, llevados a una mala comprensión, podemos acabar mirando por encima del hombro a los que no son capaces de creer como nosotros. Es una tentación constante el pensar que porque practiquemos constantemente la religión, somos mejor que otros. El egoísmo espiritual también se manifiesta en querer acaparar los bienes espirituales de tal modo que no nos percatamos de que Dios es también para otros.

Frente a estas pretensiones de quedar a Dios reducido a nuestro provecho personal. Las lecturas de hoy nos hablan de un Dios que rompe toda clase barreras geográficas y espirituales. Dios llama a todos los hombres a la mesa de la comunión que ha preparado en su monte santo, es decir, en su presencia. La profecía de Isaías es una llamada a la universalidad de la salvación. Dios convoca a todos los pueblos de la tierra a vivir con Él. El evangelio es para todos, como pondrá de manifiesta, la intervención impertinente de la mujer cananea. Bendita impertinencia que movió a misericordia al corazón de Cristo.


Pero estas lecturas no se quedan en meras ideas piadosas y en deseos santos, sino que se concretan en la vida ordinaria de los cristianos y de la Iglesia. Estas lecturas nos llaman a la misión para hacer realidad lo que Dios quiere en estos pasajes. Los cristianos debemos romper el egoísmo espiritual y la timidez para anunciar con valentía y sin complejos que la salvación solo está en Jesucristo y en nadie más ni en nada más. Aún resuenan aquellas palabras del beato Pablo VI: “los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza —lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio—, o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto” (Evangelii Nuntiandi, 80).

Los cristianos tenemos el deben de proponer a todos la Verdad que hemos conocido en Cristo. Pero más aún tenemos la grave obligación de vivir esa misma Verdad pues la gente creerá en Dios en la medida en que nos vean cómo vivimos, cómo amamos y cómo nos realizamos en la vida. De nuestras palabras y de nuestras obras depende que Dios sea conocido, amado y seguido en este mundo. ¿Estás dispuesto? Pues adelante porque la recompensa es la gloria eterna de los santos. Amén.   

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