sábado, 7 de octubre de 2017

LA VIÑA


HOMILIA DEL XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

Este domingo las lecturas de la misa tienen como hilo conductor la imagen de la viña, una alegoría muy recurrente para expresar diversas realidades: bien sea el pueblo de Israel bien sea el nuevo Israel que es la Iglesia.

El profeta Isaías nos describe con gran profusión una supuesta viña, propiedad de un anónimo que la cuida y cultiva con gran amor y dedicación, dotándola de todas las infraestructuras necesarias para que de los mejores frutos posibles. Pero resulta que con el tiempo los frutos que da son pobres e inservibles, lo que acarrea la indignación y el enfado del dueño de la viña, que decide abandonarla a su suerte sustrayendo de ella todo lo que había puesto para garantizar su desarrollo y productividad. Pues bien, esa viña no es otra que el mismo Israel. A este pueblo, elegido por Dios para llamar a todos los hombres a la salvación (para los judíos la salvación consiste en pertenecer al pueblo de Israel), Dios le arrebata esta prerrogativa por su infidelidad e idolatría.

Esta misma alegoría, y con una finalidad semejante, va a ser usada por el evangelista Mateo, el más judío de los cuatro evangelios, que la pone en labios de Jesús en forma de parábola. Pero como novedad, esta viña no es abandonada a su suerte al ser dotada de infraestructura sino que se la cede a una serie de viñadores para que la cuiden y la cultiven. Cuando llega el tiempo de la cosecha, el anónimo dueño manda a una serie de empleados que padecen un destino similar: al que no matan, le apalean; hasta que, por fin, es enviado el hijo del dueño al que matan para quedarse su herencia. Según el consenso de la exégesis de este texto, esta parábola es una alegoría que sintetiza la Historia de la Salvación: la viña seguiría siendo Israel, los viñadores son los sumos sacerdotes y fariseos, los enviados son los profetas asesinados, apaleados y rechazados, el hijo es el mismo Jesús.

Pero lo más grave de este pasaje evangélico no es tanto la parábola sino la conclusión del último versículo: “se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”. Lo que se traduce como “se os arrebatará el favor y la protección divina de la que habéis gozado desde el principio como pueblo de Israel y se dará a otro pueblo que lo merezca para que produzca los frutos esperados, este pueblo es la Iglesia”. Esta misma idea la hallamos más tarde en la predicación del apóstol san Pablo: “Entonces Pablo y Bernabé dijeron con toda valentía: Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles” (Hch 13,46).


Ahora bien, hoy ¿quién es esa viña? ¿nos debemos sentir interpelados? Este domingo te propongo tres niveles para interpretar la imagen de la viña con el fin de tomar conciencia de lo que debemos hacer para una vida cristiana cada vez mejor.

En primer lugar, la “viña” es imagen de la Iglesia: viña adquirida por la sangre de Cristo y dispuesta convenientemente por la infraestructura sacramental de la cual Cristo es su único autor y su única causa. La Iglesia ha sido fundada por el Señor con la promesa de la asistencia del Espíritu Santo para conducir al pueblo hacia la consumación final. Pero… esto no es algo que se garantice sino que siempre está en riesgo por el pecado y la desobediencia humana. La tibieza es el gran mal de la Iglesia. Una Iglesia tibia, callada y consintiente de todo se convierte en una Iglesia estéril e inservible. Una Iglesia autorreferencial, replegada en si misma y más preocupada de amasar dineros y llevarse bien con los poderes del mundo es una Iglesia que se olvida de su Señor. Sabemos que junto a la santidad, la Iglesia es pecadora porque sus miembros son pecadores pero esto ni puede justificarnos ni puede consolarnos sino que debemos sobreponernos y vivir santamente porque estamos edificados sobre la piedra angular, que es Cristo.   

En segundo lugar, la “viña” es imagen de cada uno de nosotros: de los cristianos que hemos sido bautizados y por tantos hechos hijos adoptivos de Dios. Nosotros hemos recibido los sacramentos y los medios de salvación dispuestos por Dios y administrados por la santa Iglesia para caminar santamente hasta la eternidad. Pero cuántas veces corremos el riesgo de acomodarnos a la estabilidad de creernos, ingenuamente, que lo tenemos todo resuelto. Cuántas veces dejamos de ser testimonio vivo en medio del mundo porque nuestras obras no coinciden con la fe. Cuántas veces la incoherencia y la hipocresía abundan en nuestra vida porque es el mejor camino para adaptarnos al medio en que vivimos. Y esto nos mata poco a poco en el alma. En definitiva, es la corrupción de la mundanidad malsana que se va poco a poco metiendo en nosotros. Por eso, es necesario tomar conciencia de todo esto para ir progresando, poco a poco, en nuestro seguimiento fiel de Jesucristo, quien nos acompaña y fortalece con su gracia.

En tercer lugar, y para iluminar la realidad actual, echemos una mirada a España: si uno hace un repaso a nuestro país desde su unidad con Roma hasta hoy observamos que fue una nación bendecida copiosamente por la providencia divina para llevar el evangelio a todos los lugares del mundo o para contener las herejías; ha sido la cuna de grandes santos, mártires, confesores, vírgenes y pastores. Sin embargo, desde finales del s. XIX hasta hoy  se ha ido dando un progresivo olvido de Dios y un abandono de la conciencia cristiana. ¿Y acaso, ingenuamente, pensamos que esto saldría gratis? ¿Tan obtusos somos para no ver que los desórdenes que hoy se suceden son consecuencia de haber abandonado la práctica religiosa y haberla sustituido por ideologías materialistas y nacionalistas que solo crean odios, divisiones y discordias? No olvidemos aquella cita del evangelio “A quien mucho se le dio mucho se le exigirá” (cf. Lc 12,48). Como nación y como pueblo se nos ha dado mucho por parte de Dios ¿Hemos sabido administrarlo? ¿Hemos sabido conservarlo? Quizá haya llegado el momento de la siega y ahora nos toque pagar nuestro pecado y abandono. Así pues, hemos de tomar conciencia de todo esto no para hundirnos en la indignación sino para remontar gallardamente y volvernos a nuestro Dios para que Él tenga misericordia de nosotros, de su Iglesia y de nuestra España.

Aprovechemos cada instante de nuestra vida para dar frutos de vida eterna, para glorificar a nuestro Dios y favorecer con el bien a nuestro prójimo. Que nunca tenga el Señor que arrebatarnos el favor divino y entregarnos a las alimañas y las bestias que son el demonio y el pecado. Así sea.

Dios te bendiga

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