sábado, 7 de abril de 2018

CREER SIN HABER VISTO


HOMILIA DEL II DOMINGO DE PASCUA


Queridos hermanos en el Señor:

Acabamos de escuchar el gran saludo de la Pascua con que el Resucitado visita a sus discípulos y en este domingo final de la octava de Pascua nos saluda a nosotros: “Paz a vosotros”. Esta expresión, que ha quedado hoy restringida a la liturgia episcopal, encierra en sí el gran regalo de Cristo vivo, resucitado y exaltado: la reconciliación victoriosa entre los mortales y Dios, como bellamente lo ha recogido la secuencia pascual que acabamos de entonar: «Cordero sin pecado que a las ovejas salva, a Dios y a los culpables unió con nueva alianza». Y esa alianza nueva no es otra que la paz del espíritu de reconciliación que el Resucitado hoy concedió a sus apóstoles y que, a través de la sucesión apostólica y el sacerdocio, no ha cesado de expandir sus beneficiosos efectos para todos aquellos que, golpeados y aguijoneados por el pecado, buscan el amor de Dios.

La reconciliación operada por Jesucristo en su Pascua no hubiera sido tan eficaz y verdadera si no hubiera habido una muerte sacrificial del mismo, manifestada por las llagas y heridas de la Pasión, y una resurrección carnal de Cristo, representada por la permanencia de esas llagas gloriosas impresas en su cuerpo resucitado. Esas mismas llagas y heridas que son las secuelas de una batalla trabada entre la muerte y la vida, entre la cruz y la gloria, son las mismas que toca el apóstol Tomás para fundamentar realmente su fe.

En esta experiencia del apóstol Tomás descubrimos la transformación de la materia en su estado último: porque lo que resucita en Cristo, y es lo que hace única su Resurrección respecto de la nuestra, es la materia, esto es, la materia humana en el compuesto Teándrico de Jesucristo. El que experimenta la muerte en su carne humana debe experimentar la resurrección, también, en su materialidad mortal. Lo cual tiene algunas consecuencias a tener en cuenta: 1. Que, efectivamente, la materia no se destruye sino que se transforma, alcanzando su transformación final en el estado de gloria. 2. Que nuestro cuerpo no es fuente de pecado ni de corrupción, sino lugar de encuentro con Dios y posibilidad de los sacramentos, pues éstos se reciben en la corporalidad humana siendo sus efectos de carácter espiritual. 3. El cuerpo es redimido y dignificado en su dimensión bisexual, esto es, Cristo al hacerse hombre hace posible el contacto de lo humano (hombre y mujer) con lo divino.


Por último, solo cuando tocamos la carne de Cristo y experimentamos los efectos de su Pascua podemos hacer una firme confesión de fe que nos lleva a proclamar a Cristo como Dios y Señor. La bienaventuranza final con la que se cierra este pasaje es todo un reto para nuestras mentes racionales y empíricas: “creer sin haber visto”. Efectivamente, nadie ha visto a Dios ni vemos físicamente a Cristo veinte siglos después, pero sí que podemos comprobar los efectos de su amor y de su sacrificio por nosotros, en este sentido, la fe en Jesucristo se fundamenta en nuestro encuentro personal con él ¿hoy cómo? Por medio de la Eucaristía, de los sacramentos, de su cuerpo que es la Iglesia, de los pobres, enfermos y marginados y en todo ser humano que lo busque con sinceridad de corazón.

Así pues, queridos hermanos, en esta Pascua de resurrección alegrémonos por la victoria del Resucitado y pidamos que la nuestra vida sea una continua experiencia pascual que nos lleve a la conversión y a la eternidad. No dudemos nunca de la misericordia de Cristo, quien nos ha regalado su paz y su espíritu de reconciliación. Buena Pascua a todos.

Dios te bendiga

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