sábado, 14 de abril de 2018

LA MATERIA NO SE DESTRUYE...¡RESUCITA!

HOMILIA DEL III DOMINGO DE PASCUA


Queridos hermanos en el Señor:
            Como cada año, el tercer domingo de la Pascua nos presenta una aparición del Resucitado recogida por Lucas en la cual los datos que presenta pertenecen a la proclamación primera del misterio de Jesucristo, esto es, que en Él se han cumplido las antiguas escrituras (Moisés, Profetas y Salmos) y que Él ha resucitado verdaderamente en toda su integridad divino-humana.
En los Hechos de los Apóstoles, san Pedro, portavoz del grupo apostólico, proclama el misterio pascual de Jesucristo, al que llama siervo de Dios identificándolo con el siervo de Isaias. Ese siervo tiene que sufrir en su cuerpo y morir para resucitar y tener éxito. Lo mismo Jesucristo, quien fue entregado a la muerte y ha sido exaltado a la gloria por Dios que lo ha resucitado de entre los muertos para que la luz de su rostro pueda brillar sobre nosotros. Así se cumplieron los antiguos oráculos proféticos, el mundo psicológico y oracional de los salmos y los preceptos apuntados en la ley mosaica.  
Las lecturas de hoy nos ofrecen una serie de datos sobre el dogma de la resurrección corporal de Cristo. Éste, cuando se levanta del sepulcro, lo hace con su cuerpo marcado con las llagas de la Pasión, de ahí que ante la ingenuidad de los apóstoles Él les mande “Palpadme”, esto es, les abre la posibilidad de entrar en contacto con Él mediante un contacto físico; la resurrección de Cristo es corporal, real e histórica; el cuerpo carnal de Cristo es necesario y sustancial para la resurrección. Cristo resucita en carne y hueso y, además, ante ellos, come pescado de forma natural. Lo que resucita en Cristo, y es lo que hace única su Resurrección respecto de la nuestra, es la materia, esto es, la materia humana en el compuesto Teándrico de Jesucristo. El que experimenta la muerte en su carne humana debe experimentar la resurrección, también, en su materialidad mortal.
Sin embargo, ante estas muestras de su realidad corporal, no es menos cierto que sus mismos compatriotas no le reconocen con su cuerpo sino es por su voz o por las llagas, lo que da a entender que la carne de Cristo es una carne glorificada y que no recoge las carencias y defectos de la vida mortal. Y aquí es donde radica el “quid” de toda la cuestión. Su carne resucitada es anticipo e imagen de la nuestra.

Si nos detenemos a observar nuestro cuerpo, podremos observar que nosotros, desde el día de nuestra concepción, somos los mismos y a la vez diferentes. Cada uno de nosotros ha sufrido cambios en su cuerpo, en su organismo. Nuestra piel y nuestras células se han ido renovando, poco a poco, desde el minuto uno de nuestra existencia. Somos el mismo sujeto personal pero en un cuerpo que ha ido evolucionando desde el principio. Con la muerte, esta constante metamorfosis llega a su fin. Nuestro cuerpo se detiene, entra en pausa, esperando el último y definitivo impulso evolutivo que ofrece la fuerza de la Resurrección de Cristo; a esto lo llamamos “la resurrección de la carne”.
El origen de este misterio se halla en el bautismo. En este sacramento, puerta de la vida eterna, se nos da el don de la vida eterna porque participamos, por medio de él, de la muerte y resurrección del Señor. La clave para mejor comprender este misterio es la imagen de la Iglesia, cuerpo de Cristo. La Iglesia experimenta todo aquello que Cristo tiene o padece: si Cristo padece persecución, la Iglesia padece persecución; si Cristo resucita, la Iglesia resucita. Pues lo mismo ocurre con la carnalidad de Cristo.
Esta resurrección corporal de Cristo tiene algunas consecuencias a tener en cuenta que ya apuntamos el domingo pasado pero que quisiera recordar también en este: 1. Que, efectivamente, la materia no se destruye sino que se transforma, alcanzando su transformación final en el estado de gloria. 2. Que nuestro cuerpo no es fuente de pecado ni de corrupción, sino lugar de encuentro con Dios y posibilidad de los sacramentos, pues éstos se reciben en la corporalidad humana siendo sus efectos de carácter espiritual. 3. El cuerpo es redimido y dignificado en su dimensión bisexual, esto es, Cristo al hacerse hombre hace posible el contacto de lo humano (hombre y mujer) con lo divino.
Así pues, queridos hermanos, gocémonos en esta Pascua con la auténtica, histórica, real y verdadera resurrección de Jesucristo. Hagamos nuestra su victoria frente a la muerte y el pecado y confiemos nuestra propia resurrección corporal final al querer providente y dignificante de Dios. Solo en Cristo muerto y resucitado encontramos nuestra esperanza y la fuente de la alegría porque se ha querido identificar tanto con nosotros que nos ha regalado no solo la vida, sino también la eternidad. Así sea.
Dios te bendiga

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